En esta entrada tenéis unos ejemplos de textos períodísticos, columnas de opinión y tribunas, para que os sirvan como modelos y reconozcáis las características de cada uno.
Las tribunas son más extensas, versan sobre temas de la actualidad y están escritos por autores de renombre y especialistas en un campo determinado que abordan la cuestión en profundidad, por lo que predomina el texto expositivo.
Las columnas son más breves, hablan sobre temas de la actualidad, están escritos por autores conocidos que exponen el tema ofreciendo subjetivamente su opinión. A veces se mezcla el discurso literario, predomina la función expresiva del lenguaje.
TRIBUNA
Good luck!
Fernando Savater 24 ABR 2012 El País
Hoy estamos ya acostumbrados a ver los grandes momentos de nuestros deportes favoritos en televisión, repetidos una y mil veces. De modo que cuando el cine trata de representarlos artificialmente en toda su intensidad emocional, sentimos frecuentemente una cierta decepción: nos parecen poco auténticos. Como nunca veo partidos de fútbol, el que aparece en Evasión o victoria de John Huston, con Pelé y compañía, me resulta de lo más apasionante, pero mis amigos futboleros me han desengañado: tiene que ver poco con la realidad, ningún partido es así. Comprendo su objeción escéptica, porque a mí me pasa tres cuartos de lo mismo en muchas películas que pretenden recrear carreras de caballos. Los corceles protagonistas remontan desventajas imposibles para luego ganar cómodamente, cuando el jinete no se cae y luego vuelve a montarse pero en el caballo equivocado como Harpo en Los hermanos Marx en las carreras. Todo muy entretenido, aunque dolorosamente irreal. Quizá Seabiscuit sea una de las pocas que se salva de estas objeciones resabiadas…
Por eso he disfrutado tanto, como muchos otros aficionados al turf, con la excelente serie Luck protagonizada por Dustin Hoffman, cuya primera y única temporada acaba de terminar en nuestras cadenas. Además de contar con un elenco de magníficos intérpretes, de esos que en las series americanas e inglesas nunca suelen faltar pero que en esta destacan especialmente (entre ellas el exjockey campeón Gary Stevens, al que tantas veces vi ganar en carne mortal), ofrece una versión realista de las carreras. No sólo están bien filmadas, sino que el argumento de los episodios no se enreda en un rosario de amaños, trampas y dopajes -como suele pasar- para mostrar en cambio las rivalidades y alegrías de la pugna hípica tal como debe ser. Las ilusiones agridulces de los pequeños propietarios, los orgullos y desengaños de los jóvenes jinetes…o de los veteranos, la necesaria dureza de los preparadores y el misterioso e inconfundible amor al purasangre. También está presente la pasión por el juego, cierto, pero en sus justas proporciones y no faltan los gángsters, aunque dedicados a intentar apropiarse de los beneficios de los hipódromos y no a falsificar carreras.
Esta serie tan adictiva (al menos para algunos de nosotros, que bostezamos con Perdidos e incluso con Mad men) ha sido suspendida -al menos tal es el pretexto oficial- porque tres caballos murieron en accidente durante su rodaje. Coincide esta supresión con cierto vocerío que pide nada menos que la abolición del Grand National, la célebre carrera de obstáculos celebrada en Aintree, porque en la edición de este año han muerto en accidente dos caballos, entre ellos el favorito Synchronised. Desde hace años, los saltos del National vienen rebajándose y aliviándose, lo cual no impide que sigan ocurriendo accidentes mortales (que también pueden suceder en carreras lisas, como yo he visto tantas veces). Y es que a los caballos de carreras suele pasarles como a los humanos, que se mueren haciendo cosas: nosotros cayéndonos de un andamio, jugando al fútbol o saliendo en coche de vacaciones y ellos corriendo, saltando o hasta acalorados al cubrir una yegua. Pero cuando no hagan nada para no correr riesgos, los caballos no se morirán de uno en uno sino todos de golpe: ya no se les utiliza para el transporte o la guerra y apenas para labores agrícolas, pero además no sirven como animales de compañía. De modo que en cuando desaparezcan de los deportes y las películas, serán dulcemente borrados de la faz de la tierra.
Es la eutanasia para la especie criada por el hombre, la misma solución que se propone para los toros bravos, la compasión exterminadora. No lloremos por ellos: con tantos benefactores como hay en el mundo antes o después nos tocará a nosotros…
TEXTO 2
En el fuego del combate
La guerra española galvanizó la conciencia contemporánea. Dejó huella indeleble en la memoria de la humanidad como prueban las obras de Picasso, Orwell, Hemingway, Malraux o Azaña
Guernica fue bombardeada el 26 de abril de 1937. Entre el 3 y el 7 de mayo, estallaban en Barcelona los llamados “hechos de mayo”, el enfrentamiento armado en las calles (400/500 muertos) entre milicias de la CNT y del POUM, y fuerzas de orden público de la Generalitat catalana, apoyadas por fuerzas del gobierno de la República, sucesos cuyas consecuencias —ilegalización del POUM, asesinato de su líder Andreu Nin y fin del proceso revolucionario en Cataluña— iban a gravitar decisiva y perturbadoramente sobre la historia de la guerra española. Poco después, del 30 de mayo al 2 de junio, la República iniciaba en el frente de Madrid una ofensiva sobre La Granja y Segovia, con el objetivo precisamente de responder a la ofensiva de Franco en el norte —en el marco de la cual se había producido el bombardeo de Guernica— y evitar la caída de Bilbao.
Picasso empezó a pintar el “Guernica” el 1 de mayo, y lo terminó en cinco semanas de creatividad frenética. La operación republicana sobre Segovia y La Granja sirvió de marco a Hemingway para Por quién doblan las campanas. La revolución obrera de Barcelona y su liquidación en mayo de 1937 propiciaron el tema del libro de Orwell Homenaje a Cataluña, otro libro esencial. Azaña, el presidente de la República española, dictó la versión definitiva de La velada en Benicarló —su novela sobre la guerra, que aparecería en 1939— mientras permanecía aislado, y tal vez en peligro, precisamente en Barcelona y durante aquellos mismos días, 3 a 7 de mayo de 1937. Malraux estuvo trabajando en La esperanza, que salió en diciembre de ese año, igualmente desde el mes de mayo, un mes, pues, prodigioso para la creación literaria y artística, el mes en que Picasso empezó el Guernica y Malraux La esperanza, Azaña terminó La velada en Benicarló, y Orwell y Hemingway encontraron las experiencias decisivas para construir sus respectivos testimonios sobre la guerra.
La guerra española galvanizó, como sabemos, la conciencia contemporánea; dejó huella indeleble en la memoria de la humanidad. El Guernica fue —como certeramente escribió Calvo Serraller— “una alegoría moral sobre el horror bélico”. La esperanza, Por quién doblan las campanas, Homenaje a Cataluña, idealizaban la guerra española como la resistencia del pueblo español contra el fascismo, defendían la legitimidad de la causa republicana y glorificaban el romanticismo revolucionario —la “ilusión lírica” en palabras de Malraux— que inspiró a milicianos españoles y voluntarios extranjeros en la lucha contra la sublevación militar. Planteaban, en todo caso, cuestiones palpitantes, perspectivas, dilemas dramáticos, que mostraban la complejidad del conflicto español y la difícil ambigüedad del contexto moral en que se desarrolló. Orwell ya observó que la guerra civil española no era una mera guerra sino “el comienzo de una revolución”, y que su reducción a una cuestión de “fascismo versus democracia” omitía dimensiones esenciales, aspectos capitales, de la propia realidad.
Picasso había pintado un mito moral universal. La transformación, con el tiempo, de Guernica en un mito vasco —Guernica, el símbolo del odio del fascismo contra los vascos— distorsionó la verdad histórica. En palabras de Antonio Elorza, “Guernica” hizo de una derrota —la derrota del gobierno y el ejército vascos sancionada por la caída de Bilbao en junio de 1937 y la posterior rendición vasca en Santoña—, una victoria moral de Euskadi. El mito encubrió hechos decisivos (además, de la rendición): que la guerra en Euskadi fue también una guerra civil entre vascos, en razón del apoyo a Franco en Álava, Navarra y los importantes enclaves carlistas de Vizcaya y Guipúzcoa; que la fragmentación política del Norte republicano —y no, o no sólo, la lógica militar— fue probablemente la causa principal de la derrota de la República en la región.
En La esperanza —una sucesión de escenas de la guerra entre julio de 1936 y marzo de 1937—, Malraux hizo la apología de la estrategia comunista en España: disciplina, gobierno de unidad, militarización. Lo hizo en el mismo momento en que Orwell —que se unió a la milicia del POUM en diciembre de 1936, combatió durante cuatro meses en el frente de Aragón, presenció durante un permiso los “hechos de mayo” de Barcelona y que al reincorporase al frente recibió una muy grave herida en el cuello— denunciaba la liquidación de la revolución española por el Partido Comunista, la persecución del POUM por agentes soviéticos y policías filo-comunistas (hechos que Malraux no pudo desconocer) y la falsificación de la verdad de la guerra por la propaganda y la manipulación.
Por quién doblan las campanas, la historia de la operación contra un puente en la sierra de Madrid a cargo de una pequeña guerrilla republicana y de un dinamitero norteamericano, romantizaba y sentimentalizaba la guerra. Era la historia romántica del hombre —Robert Jordan— que muere por una causa, la República española, y una historia de amor (entre Jordan y María, la joven guerrillera que se recupera de las brutalidades —violación, asesinato de su padre— que había sufrido a manos de los fascistas). El libro de Hemingway exaltaba de forma evidente la causa republicana. Pero la novela incorporaba escenas, pasajes, elementos narrativos, que denunciaban la terrible dureza y las miserias políticas y morales de la guerra: la atroz matanza de fascistas —en el pueblo de Pilar, al comienzo de la guerra—, arrojados vivos, a una muerte segura, por una profunda garganta rocosa; la comodidad y placeres que disfrutaban asesores rusos, dirigentes internacionalistas y corresponsales extranjeros pro-republicanos, en los hoteles del Madrid republicano; la incompetencia de los mandos militares republicanos (con un retrato feroz de Miaja: “un viejo calvo, gafoso, estúpido, aburrido…” , “defensor de Madrid creado por la propaganda…”); la rudeza y tosquedad de la mentalidad, valores e ideas de los propios guerrilleros protagonistas —heroicos, sin duda— de la historia.
Homenaje a Cataluña exponía, literalmente, el lado oscuro del antifascismo: Orwell —el escritor que, como ha quedado dicho, se unió a la lucha contra el fascismo en España y que se sumó entusiasmado a la revolución proletaria que se desencadenó en Cataluña entre julio y diciembre de 1936— vivió los últimos días de su experiencia revolucionaria huyendo de la policía gubernamental, durmiendo en las calles, sabiendo que algunos de sus mejores amigos combatientes en la guerra habían sido encarcelados —y alguno torturado y muerto en prisión—, perseguido, en suma, por las mismas fuerzas con las que había venido a combatir y buscado por quienes hasta días antes habían sido sus propios camaradas.
La velada en Benicarló era la visión de la guerra como una alucinación colectiva, un libro devastador en el que Azaña vertió los sentimientos de tristeza, abatimiento y pesimismo con que reaccionó ante el levantamiento del 18 de julio de 1936, la expresión de su desolación por el fracaso de la República, cuyo final se equiparaba en la novela —lo hacían así varios de los personajes— con colapso del orden y la disciplina, desaparición del Ejército, revolución, ejecuciones y carencia de solidaridad nacional (Cataluña). La velada era la antítesis de la ilusión lírica de Malraux y del sentimentalismo hemingwayano: era la imagen de la guerra como una guerra espantosa, en la que la nación, España, había dejado de existir dividida en fracciones irreconciliables y arrastrada por el odio, el miedo y la violencia arrolladora de los propios españoles (y una guerra inútil, porque, en palabras de uno de los personajes, Pastrana —más o menos, Prieto—, la guerra no resolvería ninguno de los problemas históricos de España).
La guerra española fue todo menos simple. No escapó a la lógica que observó Orwell en su libro: a la degradación progresiva de toda guerra. En las novelas de Malraux y Hemingway, en muchas páginas de Homenaje a Cataluña, alentaba aquel romanticismo revolucionario que vivió la guerra española como la admirable resistencia del pueblo español contra el fascismo. Malraux ya advirtió en su libro que ello no era suficiente: que la guerra exigiría organizar el apocalipsis de los primeros días y meses. En La velada en Benicarló y en pasajes de Por quién doblan las campanas y Homenaje a Cataluña, el pulso y tono eran ya otros: la guerra como un trágico fracaso histórico.
Juan Pablo Fusi es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid.
TEXTO 3:
LA CUARTA PÁGINA. PIEDRA DE TOQUE
La caza del gay
PIEDRA DE TOQUE. Lo más fácil e hipócrita es atribuir el asesinato de Daniel Zamudio a cuatro bellacos que se autodenominan neonazis. Ellos no son más que la avanzadilla repelente de nuestra tradición homófoba
La noche del tres de marzo pasado, cuatro “neonazis” chilenos, encabezados por un matón apodado Pato Core, encontraron tumbado en las cercanías del Parque Borja, de Santiago, a Daniel Zamudio, un joven y activista homosexual de 24 años, que trabajaba como vendedor en una tienda de ropa.
Durante unas seis horas, mientras bebían y bromeaban, se dedicaron a pegar puñetazos y patadas al maricón, a golpearlo con piedras y a marcarle esvásticas en el pecho y la espalda con el gollete de una botella. Al amanecer, Daniel Zamudio fue llevado a un hospital, donde estuvo agonizando durante 25 días al cabo de los cuales falleció por traumatismos múltiples debidos a la feroz golpiza.
Este crimen, hijo de la homofobia, ha causado una viva impresión en la opinión pública no sólo chilena, sino sudamericana, y se han multiplicado las condenas a la discriminación y al odio a las minorías sexuales, tan profundamente arraigados en toda América Latina. El presidente de Chile, Sebastián Piñera, reclamó una sanción ejemplar y pidió que se activara la dación de un proyecto de ley contra la discriminación que, al parecer, desde hace unos siete años vegeta en el Parlamento chileno, retenido en comisiones por el temor de ciertos legisladores conservadores de que esta ley, si se aprueba, abra el camino al matrimonio homosexual.
Ojalá la inmolación de Daniel Zamudio sirva para sacar a la luz pública la trágica condición de los gays, lesbianas y transexuales en los países latinoamericanos, en los que, sin una sola excepción, son objeto de escarnio, represión, marginación, persecución y campañas de descrédito que, por lo general, cuentan con el apoyo desembozado y entusiasta del grueso de la opinión pública.
Los delitos de este tipo que se hacen públicos son sólo una mínima parte de los que se cometen.
Lo más fácil y lo más hipócrita en este asunto es atribuir la muerte de Daniel Zamudio sólo a cuatro bellacos pobres diablos que se llaman neonazis sin probablemente saber siquiera qué es ni qué fue el nazismo. Ellos no son más que la avanzadilla más cruda y repelente de una cultura de antigua tradición que presenta al gay y a la lesbiana como enfermos o depravados que deben ser tenidos a una distancia preventiva de los seres normales porque corrompen al cuerpo social sano y lo inducen a pecar y a desintegrarse moral y físicamente en prácticas perversas y nefandas.
Esta idea del homosexualismo se enseña en las escuelas, se contagia en el seno de las familias, se predica en los púlpitos, se difunde en los medios de comunicación, aparece en los discursos de políticos, en los programas de radio y televisión y en las comedias teatrales donde el marica y la tortillera son siempre personajes grotescos, anómalos, ridículos y peligrosos, merecedores del desprecio y el rechazo de los seres decentes, normales y corrientes. El gay es, siempre, “el otro”, el que nos niega, asusta y fascina al mismo tiempo, como la mirada de la cobra mortífera al pajarillo inocente.
En semejante contexto, lo sorprendente no es que se cometan abominaciones como el sacrificio de Daniel Zamudio, sino que éstas sean tan poco frecuentes. Aunque, tal vez, sería más justo decir tan poco conocidas, porque los crímenes derivados de la homofobia que se hacen públicos son seguramente sólo una mínima parte de los que en verdad se cometen. Y, en muchos casos, las propias familias de las víctimas prefieren echar un velo de silencio sobre ellos, para evitar el deshonor y la vergüenza.
Aquí tengo bajo mis ojos, por ejemplo, un informe preparado por el Movimiento Homosexual de Lima, que me ha hecho llegar su presidente, Giovanny Romero Infante. Según esta investigación, entre los años 2006 y 2010 en el Perú fueron asesinadas 249 personas por su “orientación sexual e identidad de género”, es decir una cada semana. Entre los estremecedores casos que el informe señala, destaca el de Yefri Peña, a quien cinco “machos” le desfiguraron la cara y el cuerpo con un pico de botella, los policías se negaron a auxiliarla por ser un travesti y los médicos de un hospital a atenderla por considerarla “un foco infeccioso” que podía transmitirse al entorno.
Estos casos extremos son atroces, desde luego. Pero, seguramente, lo más terrible de ser lesbiana, gay o transexual en países como Perú o Chile no son esos casos más bien excepcionales, sino la vida cotidiana condenada a la inseguridad, al miedo, la conciencia permanente de ser considerado (y llegar a sentirse) un réprobo, un anormal, un monstruo. Tener que vivir en la disimulación, con el temor permanente de ser descubierto y estigmatizado, por los padres, los parientes, los amigos y todo un entorno social prejuiciado que se encarniza contra el gay como si fuera un apestado. ¿Cuántos jóvenes atormentados por esta censura social de que son víctimas los homosexuales han sido empujados al suicidio o a padecer de traumas que arruinaron sus vidas? Sólo en el círculo de mis conocidos yo tengo constancia de muchos casos de esta injusticia garrafal que, a diferencia de otras, como la explotación económica o el atropello político, no suele ser denunciada en la prensa ni aparecer en los programas sociales de quienes se consideran reformadores y progresistas.
Ante la homofobia, las ideologías políticas se funden en un solo ente de prejuicio y estupidez
Porque, en lo que se refiere a la homofobia, la izquierda y la derecha se confunden como una sola entidad devastada por el prejuicio y la estupidez. No sólo la Iglesia católica y las sectas evangélicas repudian al homosexual y se oponen con terca insistencia al matrimonio homosexual. Los dos movimientos subversivos que en los años ochenta iniciaron la rebelión armada para instalar el comunismo en el Perú, Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru), ejecutaban a los homosexuales de manera sistemática en los pueblos que tomaban para liberar a esa sociedad de semejante lacra (ni más ni menos que lo hizo la Inquisición a lo largo de toda su siniestra historia).
Liberar a América Latina de esa tara inveterada que son el machismo y la homofobia —las dos caras de una misma moneda— será largo, difícil y probablemente el camino hacia esa liberación quedará regado de muchas otras víctimas semejantes al desdichado Daniel Zamudio. El asunto no es político, sino religioso y cultural. Fuimos educados desde tiempos inmemoriales en la peregrina idea de que hay una ortodoxia sexual de la que sólo se apartan los pervertidos y los locos y enfermos, y hemos venido transmitiendo ese disparate aberrante a nuestros hijos, nietos y bisnietos, ayudados por los dogmas de la religión y los códigos morales y costumbres entronizados. Tenemos miedo al sexo y nos cuesta aceptar que en ese incierto dominio hay opciones diversas y variantes que deben ser aceptadas como manifestaciones de la rica diversidad humana. Y que en este aspecto de la condición de hombres y mujeres también la libertad debe reinar, permitiendo que, en la vida sexual, cada cual elija su conducta y vocación sin otra limitación que el respeto y la aquiescencia del prójimo.
Las minorías que comienzan por aceptar que una lesbiana o un gay son tan normales como un heterosexual, y que por lo tanto se les debe reconocer los mismos derechos que a aquél —como contraer matrimonio y adoptar niños, por ejemplo— son todavía reticentes a dar la batalla a favor de las minorías sexuales, porque saben que ganar esa contienda será como mover montañas, luchar contra un peso muerto que nace en ese primitivo rechazo del “otro”, del que es diferente, por el color de su piel, sus costumbres, su lengua y sus creencias y que es la fuente nutricia de las guerras, los genocidios y los holocaustos que llenan de sangre y cadáveres la historia de la humanidad.
Se ha avanzado mucho en la lucha contra el racismo, sin duda, aunque sin extirparlo del todo. Hoy, por lo menos, se sabe que no se debe discriminar al negro, al amarillo, al judío, al cholo, al indio, y, en todo caso, que es de muy mal gusto proclamarse racista.
No hay tal cosa aún cuando se trata de gays, lesbianas y transexuales, a ellos se los puede despreciar y maltratar impunemente. Ellos son la demostración más elocuente de lo lejos que está todavía buena parte del mundo de la verdadera civilización.
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COLUMNAS DE OPINIÓN
Heroísmo
Frente al pesimismo antropológico de los santos y héroes antiguos, los de hoy proclaman el optimismo y la alegría de vivir como la única salvación personal
Los santos y héroes antiguos, además de realizar grandes sacrificios, tuvieron que soportar la incomprensión, el desprecio o la burla de sus contemporáneos. Esos seres de bronce o escayola, hoy encaramados en altares o en pedestales urbanos, en su época fueron tomados por locos, ingenuos o estúpidos. Su genio consistía en llevar siempre la contraria. En medio de la molicie hacían restallar el látigo de la disciplina; contra el placer de la carne auguraban el terror de las postrimerías; cuando todo el mundo nadaba en la abundancia, se iban al desierto y ayunaban; en plena decadencia, navegaban mares desconocidos, descubrían tierras y realizaban hazañas imposibles; si la gente despilfarraba los bienes heredados, amenazaban con la llegada de una próxima miseria; en medio de la abundancia y de las costumbres disolutas predicaban una austeridad de esparto. El pesimismo antropológico era su divisa. En cambio hoy ser un héroe o santo laico consiste en todo lo contrario, en promulgar el optimismo y la alegría de vivir como la única salvación personal. Esta solución obliga, como antaño, a ir a contradiós. En medio de la depresión social, cuando todo parece venirse abajo, un héroe realmente actual debería levantarse cada mañana dispuesto a anunciar por radio, prensa y televisión la suerte inmensa que tenemos de estar vivos. Lejos de flagelarse en público como hacen ahora los políticos, los analistas, los moralistas y los contertulios rompeguitarras, que esparcen a diario el desánimo como una peste medieval, el nuevo heroísmo estriba en repetir una y otra vez la consigna de que mañana saldrá el sol y habrá trabajo, remontará la economía, las tarjetas de crédito recobrarán la energía en los cajeros automáticos y pronto volverá el lujo del brazo de la codicia. El optimismo es hoy, a la vez, una virtud heroica y el último oxígeno. Como es lógico, quien propugne este ingenuo entusiasmo será tomado por idiota. No importa. Cuando en el futuro levante la crisis y vuelvan las arcas a llenarse de esplendor, el optimista de hoy, sin duda, habrá sido escarnecido e inmolado, pero siempre quedará alguien que le llamará visionario, le levantarán un pedestal y pasará a los libros de historia como el economista que estaba en el secreto de las pasiones humanas.
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